Camino a Ninh Binh, la tierra invisible

Por José Llamos Camejo

Salimos con la alborada; el vehículo avanza hacia el norte, camino a Ninh Binh, paraíso natural con categoría de provincia, a 95 kilómetros de la capital; la naturaleza despliega sus atributos frente a las miradas viajeras.

Un tapiz vegetal, intercalado por  ríos, sabanas, cañadas y depresiones, se expande desde las márgenes de la carretera. Hortalizas que disputan espacios en los solares, valles plagados de plantaciones, y jardines convertidos en semilleros, completan el cuadro que nos regala el amanecer de Vietnam.

Frente a su majestad, el paisaje, los ojos de Angélica, Bárbara y Liurka, mis compañeras de travesía, parecen signos de admiración. Tal vez sospechan, como yo, que los vietnamitas encontraron alguna fórmula para eliminar las áreas improductivas, o que han hecho del suelo una materia invisible.

 

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La agricultura y el turismo son sectores económicos clave de Ninh Binh



Porque en los campos de Vietnam es muy difícil ver la fisonomía del terreno; el visitante siente bajo sus pies como si palpitara una tierra sagrada, pródiga, generosa; pero no logra verla, una capa vegetal se lo impide; entonces la supone, la intuye, la imagina allí, bajo el manto verde, empollando sus frutos para después entregarlos, variados, copiosos, exportables, apetecibles.

Suelo, clima, laboriosidad, nuevas tecnologías y una cultura agraria de siglos, son elementos de la ecuación vietnamita para multiplicar los rendimientos agrícolas, reducir a un tercio el número actual de trabajadores inmersos en la faena del campo, y mejorar sus condiciones de vida.

A escala mundial Vietnam figura entre los primeros exportadores de pimienta, castaña, café, y arroz -un habitual de la mesa cubana, que nos llega en cantidad importante desde el hermano país-; de allá también recibimos experiencia y tecnología para producirlo.

La cresta de una colina cambia la referencia visual; estamos en el techo de la campiña; abajo se explayan los sembradíos. El hormigueo de unos seres que en la distancia parecen enanitos de Blancanieves, se apodera de mi atención. 

En breves minutos pasamos cerca de ellos; son hombres y mujeres en plena faena, cada uno lleva sombrero típico, idéntico al que describe José Martí en su relato: “es como un cucurucho, con el pico arriba, y la boca muy ancha”.

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Campesinos de Ninh Binh cosechando arroz

Si. El sombrero forma parte de cultura anamita, es patrimonio ancestral y escudo antisolar del labriego, es la compañía del labrador frente al surco, frente a “la tierra que da todas las hermosuras”, y en la que trabaja el setenta por ciento de la fuerza laboral de la nación indochina.  

Y claro que la agricultura es parte del bienestar y de la evolución económica del hermano país. En los últimos 20 años el PIB de Vietnam creció a ritmo del siete por ciento, la familia triplicó sus ingresos, la pobreza retrocedió. Algún nexo debe existir entre esos números y tantas sonrisas, y tantos rostros felices. No, ya los vietnamitas no pasean “callados y tristes (…) con las manos en los bolsillos”, como los describió en 1889 el apóstol de la independencia de Cuba.

Un giro del carro me saca de la meditación, las estadísticas escapan súbitamente de mi cabeza, del salto económico vietnamita caigo en la quebrada topografía de Ninh Binh, donde la naturaleza dispuso de cincel, pincel y tinte divinos para esculpir las montañas, para trazar los ríos, para pintar el paisaje. (CONTINUARÁ)

 

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