Hue, la selva. El esplendor que las bombas no pudieron matar

Por José Llamos Camejo, periodista cubano

Tal vez la naturaleza le devolvió el esplendor exclusivo que las bombas le arrebataron; o fue quizás el empeño restaurador del gobierno y los habitantes, quienes obraron el milagro de revivirla; por suerte y por alguna razón, esta perla vegetal, enigmática y fascinante, sigue decorando los alrededores de Hue.

Subyuga el recital que ofrece en este rincón la madre natura; el viajero está frente a ella; está perplejo. En su mente las preguntas estallan como las explosiones que mutilaron estos parajes. Después del napalm y del agente naranja, ¿de dónde salió tanto verde, tanta vida, tanto follaje?, ¿qué hizo la selva para recuperar su esplendor?, ¿cómo la montaña tejió tan formidable traje de monte?


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La vegetación exuberante en los alrededores del Mausoleo del rey Khai Dinh, en el complejo de reliquias de Hue

El forastero no tiene respuestas, pero tiene la verdad ante él. Para nostalgia de quienes soñaron paisajes lunares en este jardín forestal, aquí están los bosques asesinados alrededor de la ciudadela; lucen plenos de vigor, a contrapelo de la lógica y de la química; son como piezas del "Vietnam diez veces más hermoso", que Ho Chi Minh anunció cuando llovían proyectiles gringos sobre los campos, ciudades y aldeas de la nación indochina.

Irregular por la geografía, dueño de una floresta variada, de una fauna diversa, el emporio selvático que envuelve a la antigua capital de Vietnam, abriga las tumbas de los monarcas Nguyen, donde reposan, tal vez, las claves de un pasado dinástico aleccionador y convulso.

Disimulada entre pinos copiosos, casi al final de la loma, se levanta una de esas reliquias: el Mausoleo de Minh Mang. El vehículo parte de Hue y toma rumbo sudeste, en busca de la lujosa mansión; le esperan doce kilómetros de una carretera ondulada, flanqueando la rivera del río Perfume; los pinares y el zigzagueo recuerdan a La Farola, un viaducto que se abre paso entre lomas y precipicios en el extremo oriental de Cuba. Pero esta expedición anda lejos, muy lejos de su isla entrañable.

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El Mausoleo del rey Minh Mang, segundo monarca del último régimen dinástico en Vietnam

Unas escalinatas empinadas y anchas como las de la Universidad de la Habana, dan paso al hogar del segundo monarca de la dinastía Nguyen, "un hombre ilustrado, que amaba a la naturaleza y tenía vocación por el arte y las letras", refiere la guía del palacio.

El inmueble que él mismo pensó y diseñó, derrochando ingenio y sabiduría, revela ese perfil de Minh Mang. Los cuarenta elementos del conjunto arquitectónico forman un todo único; el alma del soberano quedó impregnada en la originalidad de la obra, en su acabado y estilo; en los detalles decorativos y en la armonía que logra con el entorno.

Pabellones, edificios, terrazas, canales y puentes integran la monumental construcción que alojó al monarca en los momentos de ocio; sus restos reposan bajo un montículo al que se llega caminando sobre una plataforma de piedras encima del lago artificial del palacio. Lo protege un muro redondo y una puerta de bronce, pequeña y bien decorada.

Más acá está el Pabellón de la Luz (Minh Lau), construido para honrar al emperador antes de pasar a la vida eterna. Antecede al Minh Lau, La Estela: dos mil quinientos caracteres grabados, que Thieu Tri, hijo y sucesor de Minh Mang, dedicó a su progenitor.

Antes de llegar a La Estela el visitante se topa con el patio de honor: una acogedora terraza donde su majestad concedía las audiencias. Mandarines, elefantes, caballos, todos esculpidos en dimensión natural y en pose de vigilia perpetua, pernoctan en este sitio, ajenos a las ráfagas de las cámaras. Turistas de todas partes aprovechan para tomarse una foto junto a esos anfitriones de piedra, que los reciben y les dan el adiós junto al Dai Hong Mon, puerta central del recinto.

Aún queda rocío en la mañana de Hue, cuando se marcha la expedición; el sol provoca un hormigueo de relámpagos diminutos sobre la marea vegetal; otra vez las preguntas, la resurrección de la selva, el esplendor exclusivo que las bombas pretendieron arrebatarle. Y otra vez el viajero, convertido en figura pétrea, disfruta el recital subyugante de la madre natura, plena de vastedad y grandeza, en las montañas que rodean la ciudadela imperial. (CONTINUARÁ)

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